La locura después de su desmitificación

“Yo sufro de una espantosa enfermedad de la mente.
Mi pensamiento me abandona en todos los peldaños.
Desde el hecho simple del pensamiento hasta
el hecho exterior de su materialización en palabras.”
Antonin Artaud. 5 de junio de 1923
Desde el momento en que la razón tomó las riendas del tiempo y el espacio ha sido perturbada por una locura que la ha atemorizado, haciéndola ver sus propios fantasmas. El enfrentamiento ha sido violento. El aparato de la razón occidental ha intentado extirpar cultural y espacialmente a la locura, su único objetivo es reducirla a la nada, su simple existencia rompe el sistema perfecto que ha intentado construirse a partir de un yo pensante.
A lo largo de la historia, la noción de enfermedad mental se ha ido transformando en función de contextos particulares y ha sido abordada desde diversas perspectivas, en su mayoría, negativamente; la religión la ha asociado un mal; la moral a una debilidad de carácter; la medicina al poco cuidado de sí, a una debilidad de espíritu o a un evento traumático y; modernamente, a una deficiencia neuroquímica. Son la consecuencia de un mal que ha tenido causas puntuales. Hay un discurso punitivista alrededor de la enfermedad: cuando esta proviene de una falta a la moral, se le asocia a un castigo divino o a uno propio del cuerpo por salir de la norma; cuando surge a partir de un descuido, el culpable del mismo será nuestra propia falta de responsabilidad; sin embargo, al indagar de forma más profunda las causas de diversos mitos asociados a la enfermedad, situados en la literatura, encontramos que el fondo social los articula a través su metaforización. Sontag en La Enfermedad y sus Metáforas, invita a desmitificar enfermedades pues, a pesar de la imposibilidad de un lenguaje sin metáforas, algunas de ellas resultan inconvenientes en la experiencia de quien las padece, y desnuda varios de los discursos que acompañan a la enfermedad, –cáncer, tuberculosis y sida– desde la medicina hasta la literatura, siendo esta última, una manifestación de ideas que circulan de forma cotidiana. Discursos que navegan de preceptos morales, pasando por el miedo al otro y a la diferencia, hasta terminologías bélicas y metáforas políticas. Ejemplos de ello es pensar que: un “grupo de riesgo” es culpable de su padecimiento por llevar a cabo prácticas fuera de la norma; que la enfermedad se combate, se ataca o se destruye; que los virus y las enfermedades provienen del exterior, narrativa gastada en tiempos de pandemia; y hasta se llega a concebir como enfermedad social a ciertas minorías o grupos étnicos, aun en sociedades modernas.
Michel Foucault, quien padeció una de las enfermedades más metaforizadas, desentrañó, en Historia de la Locura en la Época Clásica, la forma en que la experiencia de la locura fue cambiando a lo largo de los siglos posteriores a la edad media. En el renacimiento, el loco era aquel ser tocado por la divinidad, el arte lo manifestaba como un ente que participaba de la totalidad de la obra, formaba parte de la estructura social. Se cohabitaba con la sinrazón y la locura conservaba un cierto grado de misticismo. Siglos más tarde, en la época clásica, la locura fue situada en una categoría que integraba tanto a locos, como a desposeídos y delincuentes, colocados en espacios de reclusión que se encontraban ubicados en los linderos de las ciudades, construidos con el fin de apartar a los anormales de la sociedad, entonces, la locura era ya considerada un mal social, un castigo divino. En la modernidad, la experiencia de la locura se transformó al ritmo de las condiciones políticas y económicas, se separó a la locura de la pobreza y del crimen, pero no por un reconocimiento médico como enfermedad, sino por una nueva concepción de la locura, ya no como un mal, sino como una sinrazón inocente. No era ya posible combinar la inocencia de la locura con la culpa del crimen. Tampoco era bien visto que personas con crímenes menores tuvieran que compartir espacios con el delirio y la locura. Al mismo tiempo, el mercado de trabajo demandaba mano de obra barata y fue económicamente ineficiente mantener confinados a los desamparados y criminales, fue necesario hacerlos trabajar. En esta época comienza a percibirse la locura de forma individual, se hace responsable a la institución de la familia del cuidado y los costos de mantener a sus locos, se crean asilos y la experiencia de la locura se libera de una infinidad de mitos. Se asoma un pensamiento utilitario en donde el horizonte económico dicta que sólo los aptos para el trabajo merecen los beneficios del cuidado. La narrativa de la locura y la sinrazón como un mal, como un motivo de miedo y exclusión, ha dominado los discursos médicos, legales, morales y económicos. Si bien en un principio, la experiencia de la locura se llegó a pensar como un mal social, actualmente es un fenómeno puramente individual. La idea de enfermedad es una manifestación cultural. Su metaforización proviene de la normalización de ideas ligadas a una culpa y un castigo por salir de la norma. Quizás, algo que hoy es motivo de exclusión, mañana podría significar motivo de inclusión, sin embargo, la desmitificación de la enfermedad abre un campo al entendimiento de la misma, aunque esto no sea necesariamente positivo, pues, durante el Siglo XX, la concepción de la locura sufrió un cambio fundamental, el positivismo médico, representado por la psiquiatría dejó de lado el tratamiento moral de la enfermedad mental, su visión fue puramente biológica, la locura era una enfermedad inscrita en el cuerpo, por tanto, los métodos para revertirla consistían en la intervención del mismo, mediante tormentosos métodos –electrochoques, lobotomías–, mientras las causas fueron cada vez más ignoradas, el permanecer fuera de la norma continuó siendo uno de los principales motivos de internamiento. Por otro lado, el psicoanálisis fue un contrapeso en el tratamiento de la enfermedad mental, sus métodos fueron distintos, la terapéutica del psicoanálisis introdujo el diálogo entre paciente y médico, la cura podía encontrarse en el interior del paciente y mediante el lenguaje, el inconsciente manifiesta un malestar, sin embargo el mal continuó siendo asociado al individuo.
Si el tema de la salud mental ya no compete a lo social y se ha normalizado su re-inclusión en las sociedades modernas, si parece ser imposible despegar los discursos metafóricos de ciertos padecimientos, ¿qué sucedió con los cuerpos de la locura?, ¿qué pensamos actualmente de un loco?. Es común para los habitantes de la ciudad, verlos entre las personas en situación de calle. Lugares como Tijuana, frontera donde la continua migración del sur global se estrella y rebota en un muro metálico que, si bien sirve como medio de contención de cruce ilegal, su principal función es simbólica, separar al norte, de la precariedad del sur, aun cuando gran parte de los problemas locales que impulsan las migraciones son consecuencia de la intervención e influencia, directa e indirecta de los países destino. Un muro fronterizo que pocos logran cruzar mientras el resto retorna a su lugar de origen, o bien, intenta asentarse en una urbe, que absorberá en maquiladoras y trabajo precarizado a quienes cuenten con documentos que comprueben legalmente su identidad. El resto, los que no puedan integrarse, tendrán un destino diferente. El muro fronterizo descompone a quien intenta atravesarlo; aquellos que lo logran, se contagian de un virus consumista que los convierte en entes frenéticos, cuyo único objetivo es obtener dólares para adquirir bienes desechables; mientras los que son repelidos, quedan a la deriva en un territorio hostil, donde el acoso de autoridades es la norma y se es inmune a los peligros de la criminalidad y la locura. De esa población surge gran parte de las personas sinhogar, la cual hospeda a los parias de la sociedad moderna: adictos, migrantes, enfermos mentales. Su domicilio son banquetas, estacionamientos de centros comerciales, puentes, terrenos baldíos y alcantarillas. Cualquier espacio público o privado cumple la función de hogar al anochecer o cuando las inclemencias del clima se tornan insoportables si no se tiene un techo. Aquellos que en su momento fueron excluidos a las afueras de las ciudades, actualmente habitan el espacio público. ¿Cuántos de ellos fueron llevados al límite por el fracaso de no poder saltar el muro y no poder lograr el “sueño americano”?. Esos enfermos mentales, excluidos de sus núcleos familiares, con efectos secundarios de drogas o extraviados desde temprana edad, son los mismos que en la Historia de la Locura fueron recluidos en el Hospital General a lado de toda una gama de personas que no cabían dentro de la sociedad burguesa. Algo similar ocurre en las calles, pero existe una diferencia sustancial en cuanto al tratamiento de este grupo. En la época clásica, al ser parte del cuerpo social, no simplemente se les abandonaba a su suerte, no era prudente que deambularan por las calles principales de la ciudad, fue necesario contar con un espacio específico, en donde se pudiera depositar a cada uno de los locos, criminales, vagabundos y desposeídos. Hoy en día, a excepción de las prisiones, sitio designado a los que desobedecen la ley o principalmente a quienes atentan contra la propiedad privada, no existe un lugar para albergarlos, su exclusión es puramente social, no espacial. Ya no son colocados a las afueras de la ciudad, ni encerrados en grandes construcciones, tampoco son forzados a trabajar para pagar su sustento. En la sociedad actual, existe un espacio de reclusión para el delincuente pero no para el desposeído y el loco. Todos fueron olvidados. Son fantasmas que se encuentran entre nosotros, ignorados y esquivados a diario. Muchos de los valores que moldearon la sociedad burguesa en sus inicios, cambiaron. El mercado tomó su lugar. No fue el estado quien les asignó un lugar para habitar, el mercado se encargó de escupirlos en el lugar que le resultó más conveniente. Las calles.
Para la sociedad contemporánea, el loco está loco porque quiere. Porque las reglas del juego fueron desde un principio estipuladas y estos no quisieron seguirlas, o simplemente, no fueron lo suficientemente buenos ello, olvidan que no todos los cuerpos son el mismo cuerpo. Algunos de esos locos ni siquiera sabían que estaban en un juego, mucho menos conocían las reglas del mismo. Otros simplemente decidieron no participar. La producción en masa de mercancías fue trasladada a la población, al igual que en las manufacturas cuando algún producto se encuentra defectuoso y es apartado por un departamento de control de calidad debido a su inutilidad, la sociedad moderna, ejerce una función similar, es un departamento de control de calidad, en el que todo cuerpo que se aparte de la normatividad es excluido y arrojado a la basura.
La locura ha sido asimilada por el sujeto del capitalismo tardío, cuyo rasgo característico, es el individualismo. Ha normalizado la enfermedad mental de las personas de la calle. Su juicio es punitivo. Sigue una lógica causal cargada de ética individualista, donde la situación de este grupo es un síntoma de su incapacidad o falta de voluntad para disciplinarse, para entrar al mercado laboral, para no consumir sustancias o para mantenerse dentro de la norma establecida. Trastornos psicóticos, de personalidad, depresiones. Entre los enfermos mentales no hay algo así como un loco universal. Existen distintas condiciones que delimitan su comportamiento. Algunos hablan solos, gritan y pelean con su sombra, tienen heridas en el cuerpo y su piel tiene una gruesa capa de mugre, otros dedican la mayor parte su tiempo a caminar y realizar actividades sin sentido, cavan hoyos en el asfalto o recogen pequeñas rocas de las calles para después colocarlas en otro sitio. Quienes alguna vez fueron parte del debate social, hoy son abandonados a su suerte, su tratamiento no es parte de ninguna agenda política. Con la enfermedad mental sucede un fenómeno inverso al de otras enfermedades, estas últimas, tales como el sida, que igualmente se ha ido olvidando de forma paulatina, el Covid o los diversos tipos de cáncer, siguen siendo consideradas un mal social que debe atacarse, mientras que la enfermedad mental, al vaciarse de contenido social e integrarse únicamente a su condición individual, pierde el tratamiento político. El hecho de que miles de personas carezcan de las condiciones mínimas para vivir y su salud mental sea el resultado de su poca disposición a seguir las reglas es una consecuencia de las condiciones del mercado y la forma en que han modificado la experiencia de la locura en todo el presente siglo.
Ni siquiera es necesario alejarnos tanto de nuestro entorno inmediato, el deterioro y la concepción individual de la salud mental se encuentra presente en otros lugares cotidianos. Nosotros mismos los experimentamos. Emana de múltiples fuentes: el sistema crediticio, la educación escolarizada, el miedo al desempleo, la presión familiar y social, medios masivos de comunicación, y recientemente, los virus. Estrés, ansiedad, depresión. Trastornos que se han acrecentado a la par de la ideología de mercado. Los espacios de trabajo dotan de tierra fértil a los padecimientos mentales, el trabajador se exige a sí mismo un extra, su desempeño es evaluado continuamente, tanto por sus supervisores, como por él mismo, su posición dentro de un organigrama es proporcional al grado de responsabilidad laboral. Los medios masivos de comunicación, tanto tradicionales como digitales, alimentan la ideología de consumo. Quien no puede acceder a los bienes de forma inmediata, realiza un mayor esfuerzo en obtener puestos de trabajo que le generen el ingreso necesario para conseguirlos, aquí es donde más se alimenta la ética del trabajo asociada a un esfuerzo mayor, a obtener mayores ingresos por aumentar el rendimiento y la productividad. Las generaciones que crecieron dentro del modelo neoliberal de mercado, se enfrentan a una situación adversa en cuanto a la adquisición de vivienda y, en general, a su concepción del futuro. Cada día es más difícil tener casa o planear un retiro digno. Es necesario trabajar alrededor de treinta años para tener una pensión y endeudarse otro par de décadas para pagar el crédito de una casa. La sociedad actual se ha resignado a no tener acceso a los beneficios y facilidades que tuvieron las generaciones anteriores. El futuro es la piedra en el zapato desde el triunfo del liberalismo de mercado. El hecho de no tener un horizonte planificado abre el campo a un nihilismo o pesimismo generacional. Los objetos de consumo son placebos que hacen que la pérdida de futuro sea más tolerable y sustituyen el mañana con satisfacciones inmediatas.
Si bien, todos somos propensos a padecer enfermedades mentales, hay situaciones puntuales que rompen al sujeto. Económicas, sociales y personales. El énfasis en las causas sigue siendo individual. En el ensayo titulado La privatización del estrés, Mark Fisher menciona que “el capital enferma a los trabajadores y luego las farmacéuticas internacionales les venden droga para que se sientan mejor”. La salud mental se convierte en un asunto de mercado. Todo padecimiento se individualiza, la ideología dominante asigna la totalidad de las causas al trabajador. Es él quien tiene qué hacerse cargo de su estrés, ansiedad o depresión. Las terapias en la psicología buscan que el sujeto se adapte, que sea funcional para que siga siendo productivo. Es el binomio perfecto de la lógica del capitalismo neoliberal, socializar la deuda, individualizar los costos. Al mismo tiempo, se convierte en un problema de clase, la mayoría de las veces, ni los locos que habitan las calles, ni sus familiares, cuentan con los recursos necesarios para un tratamiento psiquiátrico y, al no ser un consumidor potencial, son descartados de las dinámicas propias del mercado farmacéutico. Sólo aquellas personas útiles para el mercado, aquellos con empleos, tendrán acceso a esos medicamentos, que no necesitarían, si la organización de la misma estructura que los orilla a consumirlas, fuera distinta. Asimismo, considerando que el propósito más importante para los mercados es el incremento de las utilidades, la salud, tanto física como psíquica, es un tema secundario. Dentro de la lógica del capitalismo, el sujeto debe hacerse cargo de sí mismo, a pesar de que las causas de sus padecimientos, sean directamente provocadas por el mismo mercado.
Este fenómeno es descrito por Dorian Leader en su libro Estrictamente bipolar, donde expone cómo la narrativa de la industria, influye y modifica la tendencia de la concepción de enfermedad mental, algo tan históricamente debatido como el trastorno maníaco-depresivo, se banaliza a un término que puede ser cooptado por un mercado, la bipolaridad y todos los elementos ambiguos que esta condición posee. Para la industria farmacéutica, todos somos bipolares. Es común recibir prescripciones de pastillas al primer síntoma de estrés, ansiedad o depresión. La bipolaridad vino a sustituir a la depresión como el padecimiento generacional, esto, debido a que las patentes de antidepresivos comenzaron a caducar a mediados de los años noventa, entonces, la bipolaridad se convirtió en el objetivo de la industria, creando campañas de mercadotecnia y mediante el financiamiento de sitios en internet que permitían a cualquier persona obtener un diagnóstico instantáneo. La misma industria cuyo objetivo era medicar, argumentaba que, cuando el medicamento no funcionaba como debía, era porque había sido prescrito de forma errónea y era necesario una nueva combinación de antidepresivos y ansiolíticos que mitigaran el padecimiento. Encontrar el cóctel perfecto de pastillas para aminorar problemas que muchas veces fueron causados en primer lugar, por el autodiagnóstico y el consumo de estos medicamentos, fue el objetivo de la psiquiatría. Desde que la industria farmacéutica encontró un nuevo nicho de mercado, la terapia fue dejada de lado, fue más rápido y eficiente hacer que el problema se olvidara, que depurarlo mediante el lenguaje. El positivismo médico triunfó al aliarse con una poderosa industria farmacéutica que tiende a aumentar los precios de forma constante y que opera bajo un modelo de negocio, que antepone las ganancias de los accionistas a la salud de los pacientes, además de tener gran influencia en la determinación de las políticas sanitarias en la mayoría de los estados.
Las sustancias intentan controlar y manejar la conducta, mientras que la terapia o el enfoque analítico, intenta comprender e interpretar el padecimiento con el fin de encontrar nuevas formas de ayudar al paciente. De igual manera, la industria cultural se enfoca en romantizar padecimientos, de mostrar el lado “cool” de los trastornos, los asocia a un nihilismo, a un existencialismo vacío, cuando en realidad, todos aquellos que padecen o han sufrido alguna de estas condiciones tengan una experiencia desagradable de las mismos. La industria del entretenimiento ofrece a su audiencia, aquellos cuerpos normados que son perfectos ante los estándares estéticos occidentales, si no lo son, hay técnicas de maquillaje, photoshop y edición de video que borra toda imperfección de sus cuerpos y rostros. La sociedad no se refleja en ellos. Recientemente se ha problematizado la forma en la que las redes sociales minan la salud mental de la población joven. Angustia, ansiedad, depresión, son síntomas de la constante exposición a representaciones artificiales de estilos de vida, cuerpos y actividades, donde el usuario presenta lapsos de crisis al compararse a dichas imágenes. También hay una industria que lucra con ese fin. Es el círculo vicioso entre el síntoma y la cura. Los contenidos audiovisuales presentan modelos difíciles de cumplir para, durante los cortos comerciales, promover artículos que prometen ayudarnos a obtenerlos.
La experiencia de la locura, de la enfermedad mental, ha perdido toda su carga simbólica. Una vez desmitificada, deja el camino libre a la interpretación positivista y biológica, que individualiza y vacía de sentido colectivo a un creciente problema político. Las lógicas del mercado legal e ilegal, a través de sus complejos industriales, son la causa principal del deterioro de la salud mental, ya sea por la exclusión económica, por la precarización laboral. Si bien la ciencia nos ha mostrado que muchos padecimientos provienen de deficiencias neuroquímicas, es importante señalar, que si algunas enfermedades mentales son generacionales y abarcan periodos de tiempo relativamente cortos (antes de los noventa fue la época de la depresión, hoy sigue siendo el trastorno maníaco depresivo), es una prueba de que la mayoría de las enfermedades están directamente ligadas a las condiciones socio-políticas y aunque, es imposible un retorno a una experiencia distinta a la interpretación médica en cuanto al funcionamiento del cuerpo, aun es realizable la creación de narrativas que responsabilicen al dúo estado-capital (si es que aún se les puede nombrar de forma separada), por el deterioro que causan a la salud mental. Si a mediados del siglo veinte fue denunciada la forma en la que la razón instrumental puso a su servicio a la naturaleza de forma indiferente, hoy señalamos que la misma instrumentalidad dispone de la psique humana en favor de la acumulación de capital. La salud mental es simultáneamente, una mercancía para la industria y un objeto para la medicina.